Anécdotas de mi infancia. La trágica pero verdadera historia de una Barbie y un Ken.


   A muy corta edad aprendí una de las cosas más importantes en esta vida.

  Todo comenzó un Día de Reyes. Me desperté con la emoción de encontrar lo que habían dejado para mí bajo el árbol de Navidad. 

  Aquella mañana descubrí a una muñeca Barbie, la única que tuve en mi infancia. Ella vestía un traje azul para hacer aeróbicos, tenía una maleta para guardar sus cosas del gimnasio y llevaba zapatillas tipo ballet color rosa. Era una muñeca de vestuario sencillo pero los Reyes Magos también dejaron todo tipo de vestidos para  cambiar la ropa a mi muñeca. 

  Puedo decir, con total sinceridad, que fui muy feliz con esa Barbie ya que ella tuvo (sí, hablo de mi muñeca) toda clase de ropa y accesorios que se puedan imaginar: vestidos, bolsas, sombreros, lentes, zapatos, aretes, collares, perfumes, pulseras, relojes y un largo etcétera. Aquellos eran accesorios que hoy llaman “réplicas” o ropa “genérica” pero ¿acaso creen que eso le importaba a una niña? A mí, no.

  Imaginaba miles de historias en las que mi apreciada Barbie era la protagonista.
 
  Con cajas de zapatos construí todo tipo de muebles miniatura, desde un armario para su ropa hasta cajoneras y un escritorio donde ponía libros que yo también fabricaba.

  Un buen día, ese mismo año, elegí como regalo de fin de curso a un muñeco Ken.  ¿Por qué, de entre todos los juguetes que podía llevar a casa, me decidí por un compañero para mi Barbie? Supongo que por el mismo motivo que muchas niñas crecen con los cuentos de hadas y sueñan con un príncipe azul. La verdad no lo sé, recuerden que por ese entonces yo tenía unos seis o siete años.

  Y con Ken, llegó la gran boda con Barbie. ¿Mencioné que entre todo el guardarropa de mi muñeca había un hermoso vestido de novia? 

  Y, claro, la dinámica de mis juegos cambió un poco. Ken se convirtió en amigo y aliado de Barbie, ellos compartían besos, amor y cama. No se mal entienda, ellos “dormían” en una cama miniatura hecha de madera, de esas bellas artesanías que hoy ya casi no se encuentran. 

  En fin, supongo que Barbie y Ken eran el reflejo de lo poco que yo sabía sobre las relaciones de pareja. ¿Será que deba dedicar una sesión con mi psicóloga para contarle esta anécdota?

  Aquellos fueron años de felicidad. Aquí divagaré un poco pues, en este caso, no se puede confiar en los recuerdos de una niña. La perspectiva sobre el tiempo cambia conforme vamos creciendo y madurando.

  Un día trágico, tuvimos la visita de unos tíos y una de sus hijas. Ella, jugando, rompió una de las piernas de Ken. La pierna de aquel pobre muñeco, hecho de vinil y pasta, quedó completamente desprendida de su cuerpo. 

  Ante el infortunio creado por mi prima, mis tíos se llevaron a Ken con la promesa de regresarlo completamente arreglado. 

  Esperé durante mucho tiempo el regreso de Ken. Yo no sabía que aquella historia de amor había terminado.  

  Las circunstancias habían separado a Barbie y Ken. 

  Barbie se quedó sola. Al poco tiempo, dicho en voz y recuerdo de niña, Barbie perdió la cabeza. No lo digo metafóricamente, me refiero a que no sé cómo se quebró su cuello y terminó con la cabeza desprendida. 

  ¿O ella perdió la cabeza al no saber más de Ken? ¿Él padeció la ausencia de su amada Barbie?

  No tengo respuestas. Lo que sí puedo decir es que no tuve otra Barbie ni otro Ken durante el resto de mi infancia. No encontré una razón para reemplazarlos pues, de esa experiencia, mi tierno corazón aprendió algo: en el amor como en la vida, no todas las historias tienen un final feliz.

  Pero existe la esperanza, el atreverse e intentar. Intentar en la vida, intentar en el amor. 

  Quizá sigo teniendo mucho de la ingenuidad de esa niña, ingenuidad al dar un sentido a la confusión, a lo que ocurre, a lo que no está dentro de mi control.






Fotografía y texto: Kena Rosas.  

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